lunes, 7 de noviembre de 2011

Sobre la Creamfields ("re-covering our senses", o "recuperando nuestros sentidos")

Creamfields, Moonpark, Southfest. Buenos Aires se posiciona entre los públicos más numerosos de las raves organizadas por el Grupo CIE, o ‘Corporación Interamericana de Entretenimiento’, uno de los líderes en organizaciones de eventos a nivel latinoamericano. Cada año todas las cifras son record y es noticia en las revistas del mundo entero.

Tal vez lo que más se escuche responder cuando alguien pregunta por las características de una Creamfields es algo así como “acá todo el mundo se muestra tal cual es, o como quiera mostrarse sin que el otro haga un juicio al respecto; respetamos la individualidad y la singularidad de todo el mundo sin conflictos, cada uno se divierte como mejor le parezca”. Por lo tanto si tuviéramos que darle una palabra a lo que organiza el conjunto de ideas que se suscitan en (y por) la Creamfields sería: horizontalidad. Hay un imperativo de no hacer distinciones que tengan que ver con una imaginaria escala de valoraciones, “nadie es más ni menos que otro”. Y la rave sería la puesta en práctica de ese ideal, tal vez podríamos decir que es la puesta en juego de lo que idealmente ‘tendría que darse en la humanidad’. Entonces vemos atuendos, maquillajes, disfraces, que supuestamente estarían diciendo una verdad, la del sujeto que lo lleva.

Hay una necesidad de ‘sentirse’, de ‘experimentarse’, de ‘ser’ dentro de un entorno en el que no existe el silencio y el reposo es lo que se evita, de hecho los sets de música pueden durar horas y no hay un segundo de silencio. El saciamiento de esta necesidad puede estar acompañada (y mayormente lo está) por el consumo de drogas que incitan esa clase de efectos. Las imágenes, los sonidos, láseres, el humo, alcohol, las drogas, el calor, podríamos decir que producen una saturación del sujeto. Se busca una especie de estado de excitación donde hay una suerte de olvido de sí mismo, de disolución del yo en un grupo, de experiencia oceánica centrada en el propio goce. A esta especie de bizarra comunión con los demás y con uno mismo, al logro de estos momentos donde el goce alcanza un súmmum se lo suele llamar ‘amor’. Y “When love takes over” no significa sino eso: cuando este ‘amor’ se apodera del sujeto.

Hasta acá: ¿es posible decir que esta descripción es la descripción de un ‘problema’?

El hecho mismo de plantear esta pregunta, tanto como la pregunta misma son cruciales. Pero ¿vale lo que digo si no fundamento aún más mis pensamientos? La respuesta es no, y ¿porqué? No tan solo porque no sea yo un licenciado, un doctor en filosofía o un psicoanalista; sino porque hoy en día no hay nada en el mundo que pueda fundamentar un impedimento de goce al sujeto. Nada ni nadie tiene autoridad como para ordenar no gozar, no disfrutar, no consumir. Sucede más bien al contrario.

Cuando el discurso capitalista ‘libera’ a un sujeto ideal e imaginario de toda cadena, de toda tradición, de toda historia (porque se supone que es así que entonces uno puede llegar a ser ‘quien realmente es’) lo desentiende de toda responsabilidad colectiva, de toda herencia y de todo futuro también. Lo que se piensa que así se destruye es toda carga, toda identificación, toda culpa, toda prohibición internalizada que oprime a la persona y no la deja ser quien realmente es. Pero entonces no nos volvemos más libres; lo que sucede es que se establece un nuevo mandato: el de gozar siempre, el de realizarse, el de llegar a una meta, el de seguir los impulsos sin romper las leyes o doblándolas un poco (esto podría cambiar en el futuro), el de la performance perfecta, el de la perfecta imagen, el de ser feliz siempre.

Entonces, ¿cómo suenan, desde esta perspectiva, las palabras ‘patria’, ‘Estado’, ‘política’, ‘pasado’, ‘historia’, ‘tradición’ y etc.? Resultan justamente todo aquello de lo que nos liberamos cuando decidimos explorar, experimentar, disfrutar “por nuestra propia cuenta”, “según cada uno quiera”, “siguiendo nuestro llamado interior”.
Tiene que sernos obvio a esta altura que descubrimos entonces que hay un rechazo de todo aquello que tenga que ver con un pasado y una cultura en común con un grupo determinado y de una región en particular. Se piensa globalmente, o al menos se cree que se piensa globalmente, y se levanta así un rechazo a todo aquello que tenga que ver con a una cultura y con un sujeto dentro de la Historia de un país. La experiencia Creamfields, creo yo, muestra esto mismo.

Seguramente oiremos “cuando estás ahí te das realmente cuenta de lo que es la armonía, la paz y la unión dentro de un ámbito de arte y alegría. Y te das cuenta de que si todos quisiéramos y nos diéramos cuenta, si despertáramos, podríamos hacer que la Humanidad sea así.”

Quiero decir que existe en esa forma de pensar la vida un perfecto olvido del otro. El hombre no se realiza sino en comunidad, como parte de un conjunto; comenzando por la persona más cercana. La Humanidad está ahí, frente a mí, y no en alguna esfera o en algún concepto amoroso apoyado por una intuición mística.
También quiero rescatar el hecho de que es importante, y a veces digna, la tristeza, ciertos procesos de angustia, de silencio, de introspección, de soledad y de quietud para enriquecer la experiencia de lo humano.
No guardo ninguna esperanza en la humanidad porque no tomé nunca garantía alguna sobre ella.